No podemos pasarnos la vida culpando a otros de los que nos pasa. No somos lo que nos pasa, somos la forma en que lo afrontamos y lo vivimos. No somos nuestros miedos, somos la manera en que nos enfrentamos a ellos. Somos las palabras que usamos y todas y cada una de las quejas que nos repetimos cada día. Es la hora de no cerrar nuestra mente y tomar las riendas, gestionar nuestras emociones y sacarles partido, porque todas nos traen algo positivo, aunque duelan o asusten. Ha llegado el momento de responsabilizarnos de nuestra felicidad y nuestra vida y dejar de culpar a las circunstancias. Lidera tu vida porque si no la liderarán otros.
Las cosas y las personas, a veces, no son lo que parecen.
Los que más se ríen de ti son aquellos que se reconocen en tus defectos. Cuanto más sonora y ácida es su risa, más les recuerdas lo imperfectos que son. A más burla, más dolor acumulado… El resentimiento que expían a través de la mofa que hacen de ti es porque no se quieren ni respetan, porque no se conocen ni quieren conocerse. Te acusan de ser lo que ellos temen ser. Atacan antes de ser atacados por lo mismo que creen ver en ti. Te deforman en sus mentes agotadas de buscar defectos ajenos e intentan que te avergüences por lo que ellos no son capaces de afrontar. Te envidian porque haces lo que ellos no hacen.
No quieren ayudarte, si quisieran, su crítica sería amable y constructiva. Te dirían lo que consideran que no es del todo positivo y, al mismo tiempo, sabrían ver tus virtudes y las enumerarían para que tomaras aliento y fuerza. Los que más te critican son los que más detestan tu forma de vivir, porque lo haces como ellos no se atreven a imaginar. Cuánto más murmuran, más envidia sienten y más rabia estalla en sus venas. Sus conciencias están agitadas. Cuánto más les ignoras y sigues tu camino, más se inflaman y revuelven… Por tanto, no tiene sentido preocuparse por sus jadeos y resuellos ni vivir a través de sus carcajadas inyectadas en miedo y dolor. Sus chismorreos confirman que vas por buen camino, no vas a ceder si tú eres feliz con tu paso y vives haciendo lo que amas.
Los que más se pelean y buscan riña más miedo tienen. Atacan para soportar la espera a recibir un ataque. Atacan para esconderse tras una mirada feroz y un semblante salvaje porque tienen tanto miedo a fracasar que cada segundo que pasa se les come la paciencia una pérdida imaginaria. Los más duros, los más agresivos, los más chulos son los que viven más aterrados, los que más temen dejarse vencer, los que más pesadillas tienen cuando cierran los ojos y ven que no te pueden provocar, porque tú no decides con puños ni batallas con insultos… Los violentos son cobardes, su miedo se mastica, es denso, pesado, se filtra en sus huesos, se instala en sus cabezas obsesivas… Lo único que les queda es la pugna, el generar dolor para mitigar su dolor, para calmar su necesidad de vencer siempre aunque su victoria sea una derrota en humanidad. Los despiadados no guardan ni una pizca de piedad para ellos mismos, no confían en sus palabras ni en sus posibilidades de ser amados por lo que valen. Su conciencia está rabiosa.
A menudo, las bestias más desalmadas son la bestias más tristes y asustadas…¿Vamos a entrar en su juego y bajar nuestro listón?
Los que más chillan son los que menos argumentos tienen. Los que menos palabras conocen y peor las usan. Los que no saben estar ni quedarse, los que no valen para argumentar y ceder. Los que no saben ponerse en cabeza ajena e imaginar, los que no tienen piedad ni ganas de compartir. Sus gritos liberan al lobo que llevan dentro, para luego penar durante horas al reconocerse como animales… Los que más gritan son los que menos saben de verdad y más pierden la razón en las formas. Los que se imponen a bramidos pierden por la boca las oportunidades, se quedan vacíos, se quedan rancios. Su conciencia está resentida.
No vale la pena dejarse amedrentar por sus gritos si no dicen nada, si no aportan nada porque son oradores vacíos.
Los que más ignoran a los demás y los utilizan son los que están más solos. Su soledad es rotunda, sórdida, cóncava. Su vanidad crece mientras su supuesta belleza se marchita. Se rodean de muchas personas pero ninguna de ellas llega a sus corazones ni vence sus defensas. Nadie les acaricia lo suficiente como para que noten sus caricias y su corazón se queda frío. Los que piensan que son el centro del mundo, en realidad, están en una esquina, llamando la atención, pero nadie les mira porque no comparten nada. Porque no saben dar y sólo buscan recibir… Porque tienen miedo a quedarse solos y se quedan solos para demostrar que no les importa. Acumulan todo lo que pueden por egoísmo porque tienen pavor a perder lo que tampoco les pertenece. Te manipulan, te usan, te poseen, te vacían, te hacen sentir culpable por no venerarles, te piden fidelidad y exclusividad y te arrastran por el suelo… Te piden que estés pendiente de sus deseos cada día a cada hora y ellos, sin embargo, nunca están cuando les necesitas… Al final, se quedan sin nada que valga la pena, sin refugio, sin caricia, sin nadie que abrace su sueño y, quién lo hace, es alguien como ellos que ama sin amar sólo por interés.
¿Vas a valorarte a ti mismo a partir de lo que ellos ven en ti?
A veces, los que más se quejan de todo y de todos son los que más tienen, los que ya no saben cómo ocupar su tiempo y necesitan ser protagonistas incluso de otras vidas. Los que llenan sus horas de lamentos y nunca se sienten llenos o queridos, nunca tienen suficiente porque su autoestima es un saco roto, un embudo por el que todo pasa y nada queda… Porque no aprecian y por tanto, no retienen. Porque nunca dan las gracias ni se maravillan de lo que les rodea… Porque siempre ven el lado oscuro de la vida… Siempre entre quejas y burlas, siempre siendo una víctima feliz acaparando las miradas y llenando los oídos ajenos de palabras tóxicas… ¿Aspiras a vivir en ese mundo de insatisfacción que no hace nada por mejorar y sólo espera que el mundo reviente? ¿vas a dejarte llevar e intoxicar por sus gestos y palabras?
Los que te dicen que te quieren, a veces, no te quieren. Te usan, te manipulan para que creas que eres tú quién no sabe responder a sus llamadas de cariño. No te quieren libre, te quieren poseer y utilizar. No sirve para nada que te digan «te quiero», eso lo dice cualquiera… Sólo cuenta si lo muestran. Si cuando deciden, se nota que piensan que existes, si cuando actúan queda claro que les importas… Si te reservan tiempo y te buscan. Si cuando les buscas, les encuentras. Si cuando les tocas y les tienes frente a ti son infinitamente mejores que cuando les sueñas. Si no les tienes que soñar demasiado porque les tienes a menudo y te tienen. Los que te dicen que te quieren y, en realidad juegan, tienen la conciencia dormida.
Aunque no entremos en ese juego, tampoco somos perfectos. No somos mejores, ni peores. Tal vez sólo somos capaces de verlo y recapacitar… No caigamos en la trampa de pensar que estamos por encima del bien y del mal, semos libres y seamos justos. Afrontemos lo que nos asusta sin usar a los demás de escudo. No vivamos pendientes de nadie, ni siquiera de nosotros mismos, no demasiado… Cedamos control y dejemos de buscar excusas para explicarnos…
Siempre es mejor ser lo que pareces. Parecer lo que eres… Ser honesto y casi transparente cuando alguien se acerca lo suficiente como para entrar en tu círculo. Los que te aprecien, ya bucearán en ti para conocerte mejor. Los que que no quieran verte, podrán atravesarte con sus ojos tristes y su mirada helada. No importa si ellos no son capaces de ver lo que eres. Que tus actos y tus palabras sean compromisos… Que puedas responder por lo que te habita y lo que transpiras. Aunque, no has de sufrir por demostrarlo, ni vivir en un escaparate constante.
No caigamos en la trampa de vivir sólo hacia fuera para ser aceptados. De parecer lo que no somos para que nos compren. Basta con la conciencia en paz y el ánimo despierto… Basta con dejarse llevar por la conciencia.
Lo queremos controlar todo. Saber hacia dónde nos lleva cada paso que damos, sin apenas notarlo y vivirlo.
Somos peces. Damos vueltas a la mismas ideas de siempre. Vivimos en un bucle mental, en una espiral de modorra y rutina.
Buscamos respuestas en los libros para liberarnos de nuestras ataduras mentales y, a pesar de que nos parecen necesarias, no las aplicamos nunca.
Nos compramos una chaqueta nueva porque pensamos que si cambiamos por fuera, eso nos dará fuerzas para cambiar por dentro. Queremos ser otros sin dejar de hacer lo mismo de siempre… Somos nuestras propias marionetas.
Nos apuntamos a un curso para aprender a respirar, a descubrir quiénes somos y ponernos objetivos en la vida, mientras retrasamos el momento de empezar a vivir.
Nos equipamos para correr maratones y nunca llegamos más allá de la esquina.
Llamamos a un amigo al que hace tiempo que no vemos y le contamos nuestras penas sin escucharle. Le intoxicamos con nuestras palabras tristes y nuestros pensamientos viejos y usados, cuando en realidad lo que necesitamos es dejarnos llevar por sus ideas nuevas y frescas.
Nos repetimos mucho. Nos pasamos el día justificándonos por no decidirnos, por no llegar, por ser… Para no tener que dejar de controlar.
Fabricamos excusas para que nuestra existencia no tenga estridencias, ni sobresaltos. Nos inventamos dolencias imaginarias como coartada para no tener que superar nuestros límites.
Nos ponemos unos zapatos distintos para tener la sensación de que nos llevan por otro camino. Aunque nunca nos alejamos del perímetro que nos hemos trazado…
Nos comparamos con otros cuando nuestras vidas y puntos de partida no son comparables. Como si cada ser humano no fuese único.
No olemos el mar porque nos hundimos en la arena… Porque nos blindamos en nuestros caparazones. Nos perdemos cualquier cosa que implique poner un pie más allá de las fronteras de nuestros miedos.
No amamos por si duele. No sentimos por si el sentimiento caduca. No nos damos por si no se nos dan. No salimos de nuestra habitación interior por si al volver todo está revuelto.
No nos ponemos ese vestido atrevido que nos gusta porque nos da vergüenza. No nos lo podremos nunca porque somos de esas personas que cuelgan sus deseos en un armario y jamás se los ponen.
Tenemos prisa siempre para vivir y dejarlo todo en suspenso, en una suspensión concreta y conocida.
Vivimos en un limbo emocional donde transitamos sin pena ni gloria, a cambio de pasar por la vida sin demasiado riesgo ni conmoción.
Huimos de los laberintos y los acertijos. Cuando sucede algo fuera de nuestros planes, saltan la alarmas y nos metemos en nuestros cascarones.
Perseguimos hologramas de nosotros mismos. Nos engañamos diciendo que vamos a por todas, que queremos devorar la vida, y en realidad, ni siquiera le damos pequeños mordiscos.
Nos adjudicamos vidas anodinas y nos ponemos retos asequibles para no tener que notar el frío de de nuestros pasos imprudentes.
Cuando nos caemos, miramos de reojo aterrorizados por si alguien nos observaba, porque vivimos en un escaparate asfixiante…
Nos ahogamos en gotas de agua y convertimos un pequeño conflicto en unas arenas movedizas.
No osamos. No preguntamos. No nos atrevemos a insinuar que nos gusta. No pedimos lo que queremos por si no queda.
Nos quejamos en voz alta para buscar la compasión fingida de otros que se quejan también en voz alta y que como nosotros tampoco nos escuchan porque para hacerlo tendrían que dejar de lamentarse.
Nos mordemos la cola y tropezamos con la misma piedra… Vivimos en una caja y nos conformamos con lo que vemos a través de las ventanas… Confundimos la desidia con la paz y la resignación con la adaptación. Nos ilusionamos con el mando a distancia y calculamos nuestras carcajadas porque consumen calorías.
De vez en cuando, queremos romper con todo y cambiar, pero lo hemos convertido también en una rutina para no tener que asumir esa necesidad de renovarnos, para convertir nuestro cambio en algo inmutable y cíclico. Para poder continuar soñando que cambiamos sin tener que movernos ni un milímetro y sin correr el riesgo de romper las costuras de ese traje a medida que nos hicimos para no transformarnos.
Y sin embargo, ya tenemos todo lo que necesitamos y somos todo lo que buscamos.
Sólo hace falta seguir el camino más abrupto, escoger la opción más complicada y arriesgarse, pedir el deseo más grande y subir a la cumbre más alta.
Hacer la pregunta impertinente que nos ronda por la cabeza. Pisar la zona prohibida. Levantar la cabeza y osar soñar con retos más altos y rotundos… Abandonar la cola donde esperamos a que repartan lo que siempre pedimos y dar la vuelta para encontrar algo inesperado…
Cambiar de pensamientos, cambiar de palabras y salir del decorado.
Hacer algo que no hemos hecho nunca pero que siempre hemos deseado intentar.
Cumplir con disciplina los consejos de los sabios… Y si nos parecen consejos cómodos y asequibles, cambiar de sabios.
Sentarse donde nuestro mundo se tambalea y perder el control de lo que nos sucede… Atrevernos a cuestionar quiénes somos y lo que hacemos. Ahondar en todas nuestras inseguridades y caer en todas las trampas que pusimos para quién quisiera flanquear nuestras defensas y entrar en nuestras almas.
Dejar de quejarnos y borrar esa cara agria que dibuja la rabia acumulada y nos aleja de aquellas personas a las que realmente nos iría bien acercarnos. Huir de todas esas caras grises que nos recuerden lo que fuimos para dejar de relacionarnos con personas que buscan vidas controladas.
Dejar de mirar a los demás por encima o por debajo, buscar su mirada y conectar…
Aceptar y adaptarse. Y, si hace falta, esperar hasta poder cambiar lo que queremos cambiar.
Andar por ese sendero de tu vida donde no sabes si habrá barandilla…
Gestionar tus emociones y aprender de ellas.
Abrazar lo sencillo y recrearse en lo básico. Encontrar el punto entre fluir y estar. Encontrar ese lugar salvaje que habita tu conciencia más indómita y dejarse llevar… Abandonarse a los sentidos sin que tu yo más inflexible pierda del todo el equilibrio.
Ser curioso e irreverente. Descubrir lo necesario que es a veces perder el control para descubrirte a ti mismo. Nuestros grandes talentos están a veces ocultos en nuestras grandes flaquezas, en nuestros temores, en el ángulo muerto de nuestra visión disciplinada y formal.
Despertar un día y no reconocer nada de lo que te rodea y que no importe. Saber que nada te une al decorado de tu vida por decreto ni obligación. Que no sigues más guión que el que escribes cada día… Que más que posesiones tienes vivencias… Que tú escoges tus arraigos y echas tus raíces. Que, si es necesario, cada día construyes tu hogar en un lugar distinto del camino… Que cada día construyes el camino.