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la rebelión de las palabras


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La vida tiene planes que no son tus planes


¿Has tenido esa sensación de necesitar hacer todo lo que está en tu mano para que las cosas salgan bien?

¿Que no quede nada por intentar para que si no pasa lo que deseas no sea por tu culpa? ¿Esa necesidad de hacer y hacer sin parar para poder acertar alguna vez y que todo cambie?

Siempre en esa espiral de esfuerzo sin medida para garantizar que algunas pasen como deseas… Para que sean como sueñas, para que sean como crees que necesitas que sean… Para no perder el control de algo que sabes en el fondo que nunca controlarás. Porque ya sabes que no controlas casi nada.

Y la vida se obstina que dar la vuelta y cuando vas por un camino, te sale por otro. Cuando dices sí, dice que no. Cuando te echas para atrás recorta el camino para que te quedes en el abismo a pesar de tu movimiento… Cuando decides arriesgar y dar un paso adelante te dice que ahora no, que esperes, que paciencia, que hoy no toca. Cuando tu impaciencia sube al límite y pone en peligro tu paz.

Siempre con esa sensación de tener que empujar para que todo salga, de verse obligado a arrastrar una carga muy pesada, de sujetar para que el mundo no se caiga… Siempre sufriendo para que no se estropee nada, no se pierda, para que nada se descoloque de donde parece que debe estar. Siempre pensando que todo depende de ti y no puedes fracasar ni soltar.

La vida tiene unos planes que no son tus planes. Tiene unos tiempos que no son tus tiempos. Dinamita todas tus estrategias. El juego consiste en sentir qué tienes que hacer realmente, no desde la necesidad y la desesperación sino desde la inspiración. Desde esa conexión difícil de explicar contigo mismo.

¿Has sentido que necesitas hacer algo para cambiar las cosas pero hagas lo que hagas no sirve? ¿Que nada que puedas hacer o decir sirve de nada porque las cosas siguien un camino en el que no puedes influir? ¿Que cuando haces para que todo «vaya bien» consigues lo contrario?

Te das cuenta de que a veces hay que dar un paso y otras apartarse porque tu obsesión y tu necesidad estorban en tu propio camino. Es ese sentimiento de que cuanto más haces porque algo sea menos es…

A veces, parece que la vida solo te pide que estés, que aguardes con paciencia, que hagas lo que sientas que te debes, que llegado el momento des ese paso confiado, en ti y en ella. Que encuentres tu silencio y te quedes un rato en él para notar qué te dice y perdonarte lo pendiente. Que camines explorando la vida sin esperar nada más que vivirla, sentirla, que encontrar más vida y experimentarla.

Otras, te insta a moverte. No hace falta mucho. No necesitas ser un héroe, tan solo recordar quién eres y estar de tu parte. Escuchar esa voz que llevas dentro y que siempre te da paz, escuchar cuando te dice que ahora sí, que sueltes, que confíes, que te des totalmente a ti mismo y las personas que te rodean. Que ames lo que es y te dejes llevar por lo que sientes.

A veces no hace falta hacer casi nada, solo estar y decir sí. Ponerse a disposición de la vida, de lo que amas, de tu propósito, y dejarse llevar por lo que notas que es para ti. Ese hacer sin obsesión, sin mirar ese mirar el reloj desesperado, sin esperar un resultado, sin tener que producir ni demostrar. Hacer desde el amor. Hacer desde el goce de hacer porque estás amando cada momento. Hacer sin hacer.

A veces, forzamos tanto las situaciones que las rompemos en mil pedazos. Nos obsesionamos y apegamos a nuestras expectativas. Nos dedicamos al hacer compulsivo y sin freno porque pensamos que no somos nada sin no hacemos, sino generamos resultados que mostrar al mundo para que vea que somos útiles y podemos encajar en él. Escuchamos la voz de la desesperación y del miedo, la que nos dice que todavía no hemos demostrado suficiente al mundo lo que valemos, que necesitamos seguir luchando hasta caer y hacernos daño… Tienes esa necesidad de hacer sin parar para controlar todas las posibilidades y cubrir todos los flancos pero cuanto más haces, más deshaces, más estropes, más muros levantas y más puentes destruyes. Porque escuchas a esa voz que no te trata como mereces y te aprieta para que sigas batallando. La voz que nos pide sufrimiento y sacrificio a cambio de más sufrimiento y más sacrificio…

Aunque en realidad hay otra voz , la que nos dice que estemos en calma, que todo tiene un sentido, que nos movamos sin miedo y confiando, recordando quiénes somos y siempre reconociendo nuestro valor.

No hay urgencia en el amor a la vida. No hay necesidad. No hay nada que hacer más que respirarla y experimentarla.

No hay nada que demostrar. No hay nada que alcanzar o conseguir. Nada que acumular.

La vida se vive a sí misma a través de ti. Se dibuja sola cuando la dejas, cuando te haces al un lado en paz y dejas que fluya a través de ti. Cuando te conviertes en un instrumento de tu paz, de tu amor, de tu propósito. Cuando decides que vas hacer grandes y hermosas cosas pero ninguna de ellas esperando nada concreto, ni desde el miedo, ni desde la necesidad… Cuando te pones a disposición de la vida para ser lo que esperas encontrar. Cuando dejas de buscar para encontrar.

Entonces llega esa maravillosa sensación de sentir que te has sincronizado con ella y sigues ese camino, tu camino.

Y recuerdas como la hierba crece sin hacer ruido. Como el sol sale pase lo que pase, aunque el cielo esté cubierto por mil nubes. Como la vida sigue aunque necesites detenerla y cambiar el guión porque no te gusta o te duele. Todo tiene su tiempo y a menudo no es el tiempo que le marcas tú.

Y sabes que haces cuando toca. Que respiras. Que eres. Que estás.

Cuando te das cuenta de que no sabes nada de nada y cuanto más haces más te interpones en tu vida. Entonces, aceptas y das un paso al lado en el camino y observas qué pasa, qué sientes, qué piensas, y cuando es necesario intervienes, y cuando no lo es, sigues en paz. Hay momentos, incluso, en que puedes mirar desde arriba y ver el mapa de tu vida y encontrarle el sentido a todo lo que llega y todo lo que se va. En ese momento justo te transformas.

Y a veces no paras un momento y otras estás quieto, muy quieto. Y una calma te acompaña y te hace saber que sí, que ese es tu lugar. Y cuando se te escapa un momento, vuelves a respirar, a ser, a sentir, a recordar…

La vida tiene planes que no son tus planes. Y ya está.

Gracias por leerme… Escribo sobre lo que siento o he sentido y el camino que he hecho hasta llegar aquí (aunque todavía estoy a medio camino de algún lugar). En este camino he aprendido poco a poco a aceptarme y amarme (aún me falta mucho, soy consciente).

Si quieres saber más de autoestima, te invito a leer mi libro “Manual de autoestima para mujeres guerreras”.

En él cuento como usar toda tu fuerza para salir adelante y amarte como mereces y dar un cambio a tu vida… Ese cambio con el que sueñas hace tiempo y no llega.

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Respira


Uno de esos días en los que te sientas y respiras. Sólo respiras.

Te acurrucas en ti y haces recuento de heridas y quejas pendientes. Haces acopio de verdades y certezas en tu vida. Y ves pocas, porque en estos tiempos, toca pasar por el margen del camino donde siempre estás apunto de caer, pero no caes porque siempre encuentras donde sujetarte.

Uno de esos días en los que sientes que por más que haces nada cambia. Que te permites cerrar los ojos y salir de ti. En que te das cuenta de que no pasa nada porque no pase nada y todo siga igual, a pesar de las prisas que tiene el mundo. A pesar de los continuos mensajes que recibes para que hagas cosas impactantes y extraordinarias… Respiras, solo eso. Aceptas que no tienes el control de nada. Que puedes desear y levantarte temprano pero la vida tiene sus tiempos y no son los tuyos.

Esa extraña mezcla de sensaciones en la que todo va muy rápido, pasan los días y se encadenan unos a otros sin tregua. Los viernes se cruzan con los lunes y desaparecen para ver como te tragas las semanas y los meses. Y al mismo tiempo, parece que nunca pasa nada, nada de lo que esperas y sueñas, nada de lo que en tu mente necesitas que pase para que tu vida sea tu vida…

Es como atravesar un enorme desierto de hielo sin más señales que el blanco perfecto, inmaculado y desapacible que todo lo devora e impregna. Tú eres la bola de nieve que todo lo abarca, que todo lo engulle, te precipitas sin saber a dónde vas. Sufres por mantener un control sobre el camino que es imposible. No sabes cuándo vas a parar, no sabes hasta dónde vas a llegar…

Te pasa todo y no te pasa nada. Nada que desees, nada que sueñes, nada que busques… La vida sucede al margen de ti. Como si tuviera un algoritmo que no comprendes y no puedes usar ni aprovechar. Como si bailara una danza que desconoces y no le puedes seguir el ritmo. Como si tuvieras que verla pasar porque no puedes meterte en ella y sentirla.

A veces, intentas algún movimiento, esperando respuesta, pero no llega. O llega tímida y cae despeñada por un precipicio de buenas intenciones sin resultados. Como si nunca pudieras pasar del cristal que te separa de la vida. Y tuvieras siempre que seguir notando la insoportable sensación de no tener el control de nada, porque realmente no lo tienes. Hagas lo que hagas nada cambia. Corras lo que corras nunca llegas a tiempo. 

Los días pasan, pero no pasa nada. Todo va rápido pero no va a ninguna parte. Y tú solo respiras. Respiras y te culpas por solo respirar. Olvidando que no tienes el control de nada y que la vida sucede sin pedirte permiso. 

Respira.

Lo sé, vas a reprocharte mil veces por detenerte a sentir. Vas a maltratarte por sentarte a esperar. Te Alguien te dirá que haces poco o casi nada. Que te pongas las pilas. Te dará las claves del éxito y lecciones de vida, cuando ya las intentado todas y sabes que no funcionan porque hay algo más. Te dirá que puedes con todo y que estás perdiendo el tiempo mirando tu vida. Que no pares, que te esfuerces todavía más.  Como si los que te apremian para vivir de otro modo, no tuvieran momentos en los que no saben vivir su vida… Como si siempre tuvieras que estar arriba y no pudieras llorar tus lágrimas. 

Como si la vida te pidiera permiso para pasar de largo mientras la esperas y a ellos les pidiera consejo. 

A veces, toca sentarte y respirar. Porque la vida también te habla cuando parece que no dice nada. Te pide paciencia, te pide pausa, te pide vida sin esperar nada a cambio. La vida te pide silencio. Te pide calma. Te pide que cierres los ojos y cuando los abras cambies tu forma de mirar. A veces, la vida te pide que des las gracias y le dejes tiempo para dibujar el camino por el que tienes que pasar. 

A veces, hay que dar un paso y otras parar. Dejarse llevar por la vida a ver a dónde te conduce y qué te cuenta. A veces, hay que insistir y perseverar y otras darse cuenta de que ese camino no es el camino. Y bailar, hasta poder escuchar la música que parece que todos oyen menos tú. Y dejar pasar la bola de nieve y ser la nieve que se queda impregnada y se precipita a un camino que no conoce. 

Y respirar. Solo respirar a consciencia. Notando que estás. Sin anclarte a nada porque no hay nada a lo que anclarte. 

Uno de esos días en que después de mucho trabajo notas que no avanzas, que no rindes, que tus manos están vacías… Y te das cuenta de que toca repostar. 

Y te callas, te sientas, te acurrucas… Te preparas para observar tu vida y aprender a esperar. Para que la paciencia que necesitas calme tus ansias y te permita amar esta incertidumbre angustiosa y líquida que todo lo invade y enmaraña. Dejas atrás esa sensación insoportable de urgencia permanente.

Y te permites soltar las riendas de lo que pasa para tomar las riendas de lo que sientes y percibes, porque sabes que son las únicas que puedes llevar. Y des ahí encadenas pasos. Desde ahí, deshaces los nudos de la madeja y sueltas el hilo que te encadena a resultados concretos y miedos enmascarados. Desde ahí actúas sin esperar más que ocupar tu lugar en el mundo. Sin explicaciones. 

Uno de esos días en los que te das cuenta de que pelearte con la vida es un batalla absurda y lo que realmente necesitas es respirar.

Respira… 

 

Gracias por leerme… Escribo sobre lo que siento o he sentido y el camino que he hecho hasta llegar aquí (aunque todavía estoy a medio camino de algún lugar). En este camino he aprendido poco a poco a aceptarme y amarme (aún me falta mucho, soy consciente).

 

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En él cuento como usar toda tu fuerza para salir adelante y amarte como mereces y dar un cambio a tu vida… Ese cambio con el que sueñas hace tiempo y no llega.

 

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Diez días sin voz


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Creo que me he pasado media vida viajando en tren. Hay algo mágico en los trenes. Te conectan con otros lugares y otras personas y también te conectan contigo. Es como una sensación de salir de lo que te rodea para entrar en ti, como si la vía que recorren llevara también a tu interior. Viajar siempre te lleva a ti mismo. Te deja a solas contigo y te obliga a estar en silencio, a conectar, a  sentir que respiras, a notar tu cuerpo y hacer control de daños y magulladuras. Por eso, cada viaje te cambia.

Cuando me bajo del tren nunca soy la misma que subió. Estos días lo he comprobado.

La verdad es que a este hecho de viajar a hacia mí misma, le añado ahora otro hecho importante. Llevo muchos, muchos días afónica y sin voz. He perdido la cuenta casi, pero no menos de diez. Diez días sin hablar, sin matizar, sin comentar nada positivo ni negativo, sin dar órdenes, sin responder, sin criticar, sin excusarse, sin poder corregir a otros, sin quejarse ni lamentarse por no poder hablar ni por nada… No es la primera vez que me pasa, pero es la primera vez que dura tanto y que no me he resistido y he intentado gestionarlo desde la aceptación. Lo he vivido casi como un experimento.

Los que me conocéis en persona, seguro que os estáis poniendo las manos a la cabeza porque sabéis que no callo ni bajo el agua. El caso es que sin hablar me he dado cuenta de muchas cosas.

Ya sabéis que adoro las palabras y que siempre digo que si sabes usarlas te abren puertas. Aunque, también he explicado mil veces que el mensaje que transmiten nuestras palabras, apenas supone un 7 por ciento del total en la percepción que tienen los demás de lo que comunicamos, el resto tiene que ver con el lenguaje corporal y el lenguaje paraverbal, el tono que usamos al hablar. Todos somos expertos en lenguaje corporal, pero no de una forma consciente sino inconsciente. Captamos cada pequeño gesto y eso, sin saber por qué, nos lleva a pensar y enjuiciar a alguien, creer en él o ella o no. Este ejercicio, lo hacemos en apenas 7 segundos. En este corto lapso de tiempo, decidimos si nos podemos fiar o no. Es un sistema primitivo que ha funcionado desde que hace millones de años, cuando nos cruzábamos con otro espécimen por el camino y teníamos que decidir si íbamos a ser su cena o nos lo cenábamos nosotros a él. Es supervivencia pura.

Estamos tan sujetos a nuestras creencias y juicios que nos es muy difícil que lo que decimos no transmita nuestra forma particular de ver la vida. Las palabras recortan la realidad y son reflejo de nuestra forma de pensar.

Vemos lo que somos, no lo que es. Cuando miramos al mar no vemos el mar, vemos todas las vacaciones que hemos pasado en la playa con nuestra familia, las buenas y las malas experiencias, nuestros miedos y nuestras emociones no exploradas de cada verano. Cuando vemos a una personas con chaqueta azul, vemos a todas las personas que han pasado anteriormente en nuestra vida con chaqueta azul… Cuando empezamos una relación con alguien, esa persona tiene que pasar una prueba ante nosotros por todas las anteriores personas que se nos acercaron y no la pasaron.

Llevamos una mochila cargada y siempre nos condiciona. Es muy difícil vaciarla, pero el ejercicio de ser conscientes de ella nos ayuda a liberarnos de prejuicios. El caso es que sin hablar, desde la consciencia, ha descubierto que algunas relaciones mejoran cuando te callas. No me refiero a evadirse de situaciones y conflictos ni hacer «escapismo», para nada me refiero a eso. Hablo de darse una oportunidad sin que las palabras, que a veces son un freno a la comprensión, se conviertan en un muro.

Me refiero a mirar a los ojos, abrazar, poner una mano sobre una mano, no estallar a la primera para reivindicar que tienes razón, no subir el volumen y poner ese tonillo impertinente… No decir por ejemplo «es que me haces esto o lo otro o ponerse a calificar con adjetivos los actos de las personas y su actitud». Es verdad, cuando miras a otro y estás enfadado, también puedes reprochar o culpar, pero más allá de palabras hirientes, la otra persona ve también el dolor, percibe con tu lenguaje corporal su angustia, tu miedo, tu tristeza, tu rabia…

Cuando no puedes replicar, tienes que escuchar paciente. Cuando no vas a poder imponerte, tienes que aceptar que no toca decir ahora lo que piensas, no con palabras… No hablo de acatar y ser sumiso, hablo de ponerse en la piel del otro y trabajar la empatía. Eso te lleva a comprender que no importa ganar, ni imponerse, ni tener la última palabra sino comunicarse.

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Lo más curioso de todo es que teniendo tan poco peso a nivel global las palabras que componen el mensaje en el proceso de comunicación, cuando nos hieren, nos quedamos con ellas y nos atrincheramos en ellas para romper lazos y alianzas. Cuánto  peso tiene ese 7 por ciento ¿no os parece? Seguramente porque las palabras tienen tras ellas todo un mundo. Porque son como teclas que estimulan y activan mecanismos guardados en nosotros… Despiertan aquello que almacenamos en la caja negra de creencias y emociones (subconsciente) y nos llevan a interpretar la situación no como es, sino como ha sido todas las veces anteriores. La comparamos con la que creemos que debería ser y nos enfadamos o frustramos. Y el mundo y las personas que habitan en él nunca pueden cumplir todas nuestras expectativas. Las palabras generan emociones porque activan y abren todo nuestro universo de dramas, tragedias, alegrías, miedos, vergüenzas y deseos almacenados.

El caso es que estos días sin hablar me he dado cuenta de lo dura que soy a veces con el lenguaje (ya lo sabía, la verdad, pero ahora me reafirmo). Soy muy absoluta, irónica, tajante, exigente, pasional, visceral, cortante, rotunda… Y también amable, cariñosa, motivadora, compasiva… ¿Depende de como nos trate la otra persona? voy a ser sincera, no. Depende de mí. La respuesta y el trato del otro ayudan o no, pero si tú por dentro estás librando una dura batalla, usas cualquier excusa para saltar y desbocar ese dolor, sacar esa angustia a modo de palabras y despedazar verbalmente a otro.

Tantos días sin hablar me han hecho ver lo necesario que es el silencio. Qué maravilloso es poner silencio en nuestras relaciones, no para cerrarse y no comunicar, sino para escuchar y trabajar tu paciencia. Callar te invita a sentir y tener que soltar esa necesidad de responder siempre, de reaccionar. Te invita a buscar alternativas, a no morir por la boca sino escribir, quedarte quieto, notar todo lo que pasa en tu cuerpo… Callar te obliga a encontrar tu silencio interior. Si aceptas ese silencio, esa vocecilla tremenda que siempre te cuenta lo terrible que eres, también se apacigua porque está conectada directamente a tu grado de insatisfacción y expectativas… Cuando abrazas tu silencio, te abrazas a ti.

Cuando desistes de que el mundo sea de otro modo, dejas de luchar y de defenderte contra todo y dejas de luchar contra ti y de sentirte atacado.

Las palabras construyen puentes, a veces, y otras veces levantan muros. Abren puertas y también las cierran. Nos amplían la mente y también nos recortan las alas. Las palabras dibujan mundos, pero también los acotan y etiquetan.

Hemos pasado la vida poniendo palabras a los miedos, a las penas, a las circunstancias, a las personas. Eso nos ayuda a liberarnos, pero también nos ata sino nos damos cuenta de que todo es percepción  y nada es dogma. No son ni acertadas ni equivocadas, son las nuestras. Tenemos que comprender que son fruto de nuestro mapa de creencias y que dibujan una ruta que no todos tienen porqué compartir. Debemos ser conscientes que cuando etiquetamos a alguien le reducimos ante nuestros ojos y le privamos de cambiar para nosotros. El silencio nos libera de muchas etiquetas…

Cuánto más me callo, más claro tengo que escoger bien las palabras es un acto supremo de sabiduría que espero algún día comprender y aprender. A  veces, menos palabras significan menos batallas. Menos razón y más paz.

Las palabras más terribles y descarnadas que dedicamos a otros nos rebotan siempre a nosotros mismos y nos definen. Nos invaden y sacuden como si nos lanzáramos piedras y reproches, como si nos abofeteáramos a nosotros mismos. Cuando sueltas a la fiera para atacar, no sólo ataca a otros, también te ataca a ti.

El silencio y la soledad te cambian. A veces, callarse conecta silencios y personas… Se ven, se notan, se sienten y no tienen que demostrar ni decir nada que estropee esa conexión. Como los trenes, que te llevan a otros lugares, pero también van hacia ti mismo durante el trayecto.

Diez días sin voz, ideales para comunicarse con uno mismo y dejar de hacer ruido y quejarse y excusarse…

Algunas relaciones mejoran cuando te entregas al silencio, incluso la que tienes contigo mismo… Cuando te callas, puedes escuchar tu verdadera voz, puedes amarte mejor, conocerte mejor, comprenderte mejor y aceptarte.

A veces, el silencio llena el vacío que las palabras dejan en ti.

 

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