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la rebelión de las palabras


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Y al final… ¡Un ser humano!


Una empresa de mensajería ha tardado tres semanas en recoger un simple paquete y me han ninguneado hasta la saciedad, pero les volveré a contratar… ¿Quieres saber por qué? Te lo cuento.

Días antes de Navidad un amigo de redes me pidió uno de mis libros dedicados. Una operación que no parece complicada ¿Verdad? pido uno de mis libros, lo firmo con cariño y lo envío por mensajería para llegue a su casa. En estos tiempos, en pleno confinamiento físico y casi mental, esta es una realidad casi diaria. El caso es que la primera parte se demoró un poco por las fechas, pero la segunda se ha alargado hasta ayer. La empresa de mensajería que contraté y pagué lo hizo TODO al revés, TODO.

Cambió sin avisar fechas de recogida y mi dirección, que estaba bien escrita en el pedido porque les prometo que sé dónde vivo, también. El caso es que para hacer cambios, tras recibir día sí y día también un mail diciéndome que no era posible recoger el paquete sin que nadie me preguntara nada, tenía que hacerlo vía web o por teléfono. En la Web había un laberinto imposible en el que no se permitía ese cambio, solo el de horario de recogida, algo que no era necesario porque he estado en casa cada día pendiente del tema (trabajo en casa, por suerte y nos hemos turnado para ello). Y por teléfono… Ay, por teléfono. Un 902 en el que hablabas con una máquina que siempre decía que no me entendía. No sé, la verdad, no soy perfecta ni de lejos, pero yo diría que la mala dicción no es uno de mis defectos. Estuve días frustrada y enfadada con la máquina. Nunca conseguí que un ser humano se pusiera al otro lado para responder y solucionar el problema, cosa que hubiera sido posible en medio minuto.

Aquí quiero abrir un espacio de reflexión sobre si debería ser legal que una empresa no te permita plantear reclamaciones y solo te ofrezca la opción de comunicarte con una máquina. Sobre todo porque nunca existe esa opción programada y hay temas que no se pueden definir con una palabra o concepto. Es cada vez más común, el servicio de atención al cliente ponen a un ordenador que te hace perder tiempo y no soluciona nada. Cosa que demuestra que en el trato humano, las máquinas no suplen a las personas y no porque les falte empatía (que también, por supuesto) porque todavía están a años luz de dar un servicio decente. El caso es que es cada vez más común y eso no solo nos hace perder tiempo y dinero, sino que nos deja indefensos a la hora de reclamar derechos.

No solo lo hacen las empresas privadas, en las públicas también pasa y conseguir que te pasen «con un agente» es casi una proeza. Bien, en el fondo no quiero hablar de eso, no quiero perder el tiempo ahora pensando en si las máquinas nos van a superar porque están programadas por personas. Tal vez la pregunta sería ¿Qué tipo de personas las programa y con qué fines? y no me refiero al programador sino al que decide ofrecer ese servicio a sus clientes y están en un despacho haciendo cuentas y contando beneficios.

Quería hablaros de la rabia que acumulé y lo molesta que me sentí ante la situación. No solo por mí sino por mi amigo. Detesto no cumplir mis compromisos y no hacer las cosas lo mejor que puedo. Me sentí estafada y vulnerable. Estuve trabajando en estas emociones, como siempre, para ver qué aprendía de todo esto. La verdad es que no veía la luz al final de túnel para que al menos esto me sirviera para aprender algo de mí, además de la decisión de no volver a contratar los servicios de esta empresa.

El caso es que en un momento milagroso, una persona cercana a mí, volvió a llamar al 902 y habló con ella, con la máquina. Después de una hora y muchos euros, consiguió cambiar algo. Según parece, esa persona debe de tener una dicción más clara que la mía o la máquina habría tomado más café y estaba más despejada ese día. Quién sabe si está programada para hacerte caso cuando has pagado lo suficiente en la llamada como para darte la recompensa de un servicio eficiente como el que ya habías pagado… Sé que tal vez debería haber dado por finiquitado el tema mucho antes, pero admito que ya veía que no iba a recuperar el pago realizado y quise esperar un poco el milagro.

Al final, se hizo la luz y vinieron a buscar el paquete.

Sonó mi teléfono. Era José, un chico educado y amable, que se identificó como el mensajero de la empresa en la zona. Lo siente mucho, «fue cosa nuestra», dice y yo casi me emociono ante tanta humildad y empatía. No me lo podía creer. ¡Al fin, un ser humano que habla! José me dice que pasa a veces y que lo lamenta, pero que no me preocupe, que si tengo algún paquete que enviar, lo haga todo igual y luego, si hay error, no me moleste con llamar a la máquina, que es perversa, que le llame a él a este móvil. «Yo se lo recojo a una hora concreta sin hacerla esperar, y todos salimos ganando» y «si hay algún problema, me lo dice a mí y yo intento solucionarlo y no pierde dinero usted».

Vaya, me pregunto cuánto cobra José. Me pregunto si entre sus funciones está la de subsanar los errores del departamento de atención al cliente de esta empresa enorme que debe facturar, más en estos tiempos, mucho dinero. Me pregunto por qué la empresa no contrata a José y le da un sueldazo y un despacho y le pone a formar a los jefazos del departamento en estrategia, liderazgo y comunicación empática. Me pregunto por qué las máquinas se usan no para ponerlas al servicio del cliente sino para ponerle todas la trabas posibles y hacer que desista y la empresa se quede el beneficio…

Pues sí, José, contigo sí. Les has salvado el trasero. Me quedo con tu teléfono y tu profesionalidad. Con tus ganas y tu empeño por solucionar mi problema.

No es tan difícil. Esto va de escuchar y servir. De ofrecer un servicio de calidad para que el cliente se fidelice, no para espantarlo y que no vuelva. La excelencia no está reñida con los beneficios, el contrario. Puede que en el primer momento nos parezca que es lo contrario porque requiere invertir, en buenos profesionales, en formación y sobre todo hacer un cambio de mentalidad y abrirse… Eso hace que los trabajadores están satisfechos y aporten ese plus que tiene José, al menos conmigo. Eso hace que se cree un equipo y se vaya a la una para salir adelante. Y sobre todo, que se atienda al cliente como merece, que para eso pone su confianza y su dinero en sus servicios y productos. Es un camino que requiere hacer cambios pero que lo cambia todo… Eso es lo que hace que el cliente repita y no busque otras opciones.

La inteligencia emocional, a veces, lo cambia todo. TODO. 

Las formas importan y mucho. Somos seres humanos, todavía. Merecemos lo mejor. Que no se nos olvide, ni a la hora de ofrecer productos y servicios, ni a la hora de contratarlos y comprarlos.

Gracias José. Hasta la próxima. Lamento que seguramente en la empresa no vean tu gran potencial. 

 

Gracias por leerme… Escribo sobre lo que siento o he sentido y el camino que he hecho hasta llegar aquí (aunque todavía estoy a medio camino de algún lugar). En este camino he aprendido poco a poco a aceptarme y amarme (aún me falta soy consciente).

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Véndete bien


Si quieres llegar, vas a tener que venderte y venderte bien. Venderse no es rebajarse, ni aparcar la dignidad a un lado, ni ponerse de oferta, ni ser un saldo. Venderse es conocerse, buscarse las diferencias, motivarse… Ser más uno mismo que nunca y superarse. Encontrar tus talentos, potenciarlos y ponerlos en el escaparate. Para que sepan lo que vales, para que conozcan tus puntos fuertes y si necesitan alguien con tus rasgos, te compren. Suena mal, pero es porque estamos acostumbrados a pensar que cuando nos venden nos timan y no es cierto. Nadie nos obliga a vender barato, nadie nos atía a comprar caro. Se trata de buscar las oportunidades. Ser honesto.

Venderse es quererse. Es contar al mundo lo que quieres y lo que buscas y, sobre todo, lo que vales. Desde el primer minuto de nuestra existencia, nos vendemos. Lloramos para que nos amamanten, ponemos caritas dulces para que nos compren golosinas… Nos maquillamos para estar más guapos y nos ponemos nuestro mejor traje para ir a una cita o una entrevista. Hacemos marketing con nuestra sonrisa y cuando hablamos buscamos las mejores palabras, nuestra cara más amable para dejar el efecto de un buen eslogan.

Lo que no podemos es vendernos mal. Venderse mal sería fingir lo que no somos, traicionar nuestra esencia, aparentar. Venderse mal sería decir que sabemos lo que no sabemos, que tenemos lo que no tenemos, que hemos llegado a donde nunca hemos llegado… Ser otros y esperar que nos compren a nosotros. Venderse mal sería aceptar un trato injusto. Que no sea entre iguales. Que tú des mucho y recibas poco. No tiene porque ser dinero lo que recibimos, ni nada tangible o contable. Uno puede dedicar horas a enseñar a cambio de un “gracias” muy sentido y considerarse bien pagado. Otros dar un minuto y cobrar lo que tú y yo ingresamos en un año… Y sentirse maltratados.

El acto de venderse pasa por el trámite ineludible de estimarse, poner aprecio a tus valores y actitudes. A menudo, vende más una sonrisa sincera que una retahíla de explicaciones retóricas. Vende un guiño, una frase de aliento en un momento oportuno. Vende un esfuerzo continuado. Vende un riesgo poco calculado porque la ilusión a veces va más allá que las facultades. Y eso es lo grande y lo que hace que se superen los límites. Vende un fracaso bien asumido. Vende un pequeño logro en un mar adverso. Venden tus talentos y tus actitudes. Vende la aptitud cultivada y la insistencia. Vende la paciencia y la constancia… Venden las ganas de todo. Vende el intento.

Y vende el sueño imposible que se te dibuja en la cara cuando piensas en él. Ese brillo es lo que más vende.


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Comprar humo


Leía hoy que un multimillonario chino vende aire fresco enlatado a 50 céntimos la unidad. Lo vende porque estamos faltos de aire limpio y quiere concienciarnos contra la polución. Así de simple, toma aire limpio (no he podido averiguar de dónde lo saca, dónde está su alijo de aire puro y libre y cómo lo captura) y lo mete en latas (100.000 unidades, nada menos) para ponerlo al alcance de todos.

Es un gesto simbólico, claro. Ahora se llevan los actos simbólicos. Estamos sin líderes, nos faltan proclamas claras y nítidas… estandartes. El primero que habla alto y claro (es de agradecer porque escasea) se lleva la conga entera y alza la bandera. Se convierte en adalid por nuestro hambre de héroes, nuestra búsqueda de modelos. Aunque el héroe haga locuras, aunque transpire incoherencias… a veces hace falta estar un poco loco para soltarse y alcanzar la meta. Aunque corremos el riesgo de emborracharnos con nuestras insensateces y acabar viviendo una realidad distorsionada donde todo se permite, cargada de buenas intenciones, eso sí. Y claro está, somos pasto de un discurso fácil y pueril, de acción-reacción, de encendido y apagado.

Y necesitamos mentes privilegiadas y transparentes. Necesitamos guías o eso creemos. Necesitamos pronunciar en voz alta los nombres de nuestros miedos, que son muy intensos, para seguir este camino. El mundo que hemos conocido se resquebraja, se está deteriorando por segundos y las normas que nos enseñaron (algunas perversas, admitámoslo) ya no sirven en el nuevo escenario. Es más, a menudo, hay que aplicarlas al revés. Hemos pasado de lo uniforme a lo singular. De ansiar consumir a pasarse el día contando para no llegar a números rojos. De la opulencia al esfuerzo, a vender talento… a buscar lo distinto, lo creativo… estamos mutando. Tanto, que cuando termine el proceso, que siempre es evolutivo, no nos reconoceremos.

Buscar guías es sensato, deseable… nuestra sociedad está ávida de líderes irreprochables, éticos. Personas que sepan convencernos con discursos que no estén vacíos… pero nuestra ansiedad por seguirlos no nos debe hacer perder el espíritu crítico. No podemos ser hamsters que al encenderse un interruptor dan vueltas y vueltas a la noria, sin parar, sin deternerse un momento para decidir si su vida es este continuo movimiento.

Comprar aire en lata. Aire puro. Y seguro que muchos lo compran (aprecio el gesto) pero no nos quedemos en la superficie… no nos pensemos que con la lata en casa tenemos nuestra cuota cubierta. Nos dejamos deslumbrar por campañas de marketing, por propagandas… cuando tendríamos que buscar la esencia. Arriesguemos. Decidamos lo que queremos y hagamos gestos cada día, pronunciemos nuestros nombres en voz alta y seamos los líderes de nuestras vidas … para que luego no nos vendan esperanzas vacías, latas vacías aunque sea a precio de saldo.

Necesitamos sabios honestos como el aire que respiramos, aunque sea en lata, aunque esté corrupto. Si no, vendrá un tipo con corbata y dientes blancos y nos venderá humo. Y compraremos sin pensar.