Uno de los aspectos que me parecen más fascinantes en el mundo de la comunicación es cómo somos capaces de crear estados anímicos en los demás. Con sólo entrar en una habitación podemos mejorar el ambiente o empobrecerlo. Podemos generar ansiedad, calmar, sosegar, dar confianza , alegrar, entristecer… Somos portadores de emociones y tenemos el poder de trasladarlas a los demás. Aunque, a menudo, no somos conscientes de ese poder. No lo somos porque no nos miramos con perspectiva ni analizamos lo suficiente cómo nos sentimos. No tomamos la distancia necesaria para darnos cuenta de que estamos ansiosos o almacenamos rabia y, aún menos, que proyectamos esas sensaciones. No percibimos la viga en nuestro ojo y para mitigar la angustia que nos supone asumir una conversación abrupta mientras estamos alterados, nos limitamos a señalar la paja en el ojo ajeno.
Comunicamos estados de ánimo que se contagian.
Quienes nos rodean acaban respondiendo de la misma forma, usando el mismo patrón. Seguramente porque conectamos con esa parte que hay en ellos que también necesita desahogarse y soltar adrenalina, desatar la furia o esconder todas las lágrimas acumuladas esperando el momento adecuado. Las personas reaccionan cómo esperamos que reaccionen. Vayamos donde vayamos encontramos siempre lo que esperamos encontrar. En gran parte, porque lo dibujamos nosotros y graduamos nuestra percepción de las situaciones para responder a nuestras perspectivas.
Nos predestinamos a vivir lo que a menudo nos asusta, nos acercamos sin querer a aquello de lo que queremos huir, porque nos focalizamos en ello.
Cuando vamos por la calle con esa sensación de ingravidez porque tenemos un día maravilloso, parece que todos sonríen y, los que no lo hacen, están excusados de antemano. Cuántas veces nos acercamos a un lugar y ya sabemos qué tipo de situación nos vamos a encontrar y presumimos cómo van a responder a nuestras demandas… Porque notamos que estamos agresivos, malhumorados, con ganas de pisotear y lanzar algo por la ventana. Y luego, el resultado de nuestras conversaciones sigue el patrón que teníamos marcado y las personas obedecen como si se hubieran aprendido ese papel que le reservábamos.
Basta un tono alto, una mirada desafiante, una boca arqueada hacia abajo o simplemente un gesto retraído. Nuestros gestos nos delatan, comunicamos lo que sentimos y somos los más fieles transmisores de nuestras emociones.
Seguramente, visto así, es como si estuviéramos abocados a ser traicionados por nosotros mismos cada día, a cada palabra y cada gesto, cada una de nuestras conversaciones puede verse malograda si tenemos un mal momento. Aunque siempre he considerado este aspecto de la comunicación como algo maravilloso… Sólo es necesario revertir el proceso.
Primero porque aprender sobre ello y esforzarnos en comunicar mejor, sin agredir, sin poner a otros en situaciones desagradables e incómodas, es un buen ejercicio de auto-conocimiento y de control. Para aprender a sentir cada una de nuestras emociones y hacer que nos sirvan de punto de partida para curar nuestros miedos y acabar con nuestras barreras mentales. No se trata de reprimirlas sino de conocerlas, dejarlas fluir y aprender de ellas. Saber cómo sacarlas de dentro y transformarlas, no esconderlas, hacer que salgan y sirvan para construir y no para destruir.
Segundo porque eso significa que somos auténticos. Aquellas personas que no son herméticas y pueden transmitir emociones tienen un gran don en sus manos aunque no lo sepan. Parece complicado pero es extraordinario que no tenemos trampa ni cartón, que no finjamos, que nuestras emociones tenga un papel importante en nuestra vida. Porque la emoción es lo que realmente comunica, siempre. No llegan los datos, ni las enseñanzas vacías, ni las caras bonitas… Quienes escuchan necesitan ver al ser humano que comunica y saber que siente. Aunque que para que eso sea positivo, debemos hacer un trabajo previo. Si somos capaces de modular la ira y transformarla y, a cambio, mostrar la ilusión, el cariño o la pasión que sentimos por algo al comunicar, podemos llegar a muchas personas y ser grandes comunicadores. Seremos capaces de transmitir nuestra esencia y nuestro valor.
Por último, lo que me parece más importante, el poder de contagiar ese entusiasmo. Siempre he pensado que si podemos entrar en una habitación y ponerla emocionalmente patas arriba, eso nos confiere un gran poder para hacer todo lo contrario. Podemos transmitir seguridad, paz, cariño, consuelo… En lugar de ser portadores de inquietud podemos transmitir felicidad, optimismo, sensación de novedad o de que algo bueno está a punto de pasar.
Hay personas así. Se ponen a tu lado y te dan fuerza y vitalidad. Entran en una sala y la llenan de luz y serenidad. Te dicen esa palabra que hoy justo te hacía falta escuchar. Te dedican la mirada que buscabas en el momento oportuno.
En el fondo, se trata del mismo poder, pero tiene dos caras. La misma energía usada para dos fines distintos.
Para comunicar y llegar a otros dejando una estela de entusiasmo debemos aprender de nosotros mismos y de cada una de nuestras emociones porque las transmitimos. Debemos educar nuestro lenguaje verbal y no verbal y, una vez aprendido, darle rienda suelta a nuestra imaginación y necesidad de comunicar.
De lo contrario, de poco servirá lo que nos esforcemos en nuestra marca personal, lo que escribimos en el blog, lo que pone en nuestro curriculum o lo que nos esmeremos en resaltar en nuestra biografía. Seremos una «marca blanca» de nosotros mismos y una «marca blanca» como comunicadores, un híbrido falso y hueco.
Debemos buscar la coherencia entre nuestros valores y nuestro mensaje, tanto verbal como gestual, debemos conocer nuestras posibilidades de contagiar nuestras emociones y escoger cuáles y hasta qué punto queremos incidir. Debemos vender honestidad y autenticidad. No podemos ofrecer a los demás algo que no tenemos y no llevamos dentro… Debemos conocer y saber usar nuestros poderes (todos los tenemos) y transmitir de forma eficaz quiénes somos y qué nos mueve en la vida…
Siempre he pensado que los buenos comunicadores tienen que hacer un importante trabajo interior para poder conectar con los demás sin interferencias. Para dejar que tu talento fluya, se comparta y propague.
Nadie quiere ser un fraude, ni vender humo. Nadie quiere ir por la vida contagiando ansiedad y negatividad… Y la gente huye de quién lo hace. Es necesario encontrar la coherencia, ya no sólo por el hecho de ser honestos a la hora de comunicar y por no perder oportunidades profesionales, sino por un tema de dignidad personal. No seas un fraude, trabaja tus emociones para poder comunicar.