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la rebelión de las palabras


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¿Cobran demasiado nuestros políticos?


Así en genérico y con la que se nos cae cada día en las espaldas, la respuesta que nos pide el cuerpo y la inteligencia es un sí rotundo, enorme. Nos pilla la pregunta con los bolsillos caídos y vacíos y unas ganas locas de decirles a muchos de ellos a la cara lo que pensamos. El desprestigio de la clase política nos desborda como sociedad y hace falta ponerle remedio inmediato si queremos evolucionar.

Sin embargo, vale la pena pensar en ello, darle vueltas, buscar la excepción. No todos los políticos son iguales ni tienen el mismo ámbito de decisión, ni la misma responsabilidad. Por tanto, tomar la decisión de si su sueldo es excesivo o no, no puede hacerse sin matices.

Llevo años oyendo aquello que dicen muchos de ellos de “en una empresa privada, por mi puesto de responsabilidad, cobraría el triple”. Cierto, certísimo. El problema es que en una empresa privada, a lo mejor usted no ostentaba ese cargo porque no tiene preparación, ni aptitud, ni actitud… ni nadie le debería un favor. En esos lugares, señor, a uno le piden que trabaje y no que caliente la silla.

De algunas fuentes reputadas y sabias mentes, me llega otra versión. “Un político tiene que estar muy bien pagado, aún más que ahora, porque es alguien que deja su carrera para dedicarse al ejercicio público. Si está mal pagado sólo accederán a la política los que tengan grandes rentas y fortunas, cómo sucedía antaño, y la élite económica copará esos puestos… ¿crees que pensará en satisfacer al pueblo? Si se paga bien, los buenos profesionales aparcaran sus carreras para hacer política”. Sí suena bien, pero ¿nos parece poco 3.000 o 4.000 euros al mes? ¿es un sueldo que no permite dejar una carrera de brillante abogado, médico, arquitecto o economista por un tiempo para dedicarse al bien común? ¿Dónde queda la satisfacción por cambiar nuestro mundo?

Y teniendo en cuenta que muchos partidos no postulan a este tipo de profesionales para los primeros puestos de la lista, para algunos que en el mundo real no los han visto juntos, el salario no está mal…

Un conocido me dijo “los políticos tienen que cobrar mucho porque cuando dejan el cargo se les acaba el chollo, además así no corres el riesgo que echen mano a la caja”. Supongo que esta tesis, ya nos damos cuenta que hace aguas. No tiene sentido desde un punto de vista ético, porque sería como sobornarles para que no nos hagan trampas y no se gasten nuestro dinero. Hace aguas porque han echado mano de la caja incluso algunos con una vida regalada, sin temor a nada, sin vergüenza ninguna, sin tener en cuenta el riesgo.

Puede que nuestros representantes públicos electos a veces olviden por qué están sentados en sus tronos, que trabajan para nosotros, pero es que los votantes para eso, y más, tenemos memoria de pez.

Tal vez lo que realmente nos insulta es que la mayoría de personas no cobren un salario digno y sepan que nunca van a cobrarlo. Caemos en la trampa de quejarnos por sus sueldos, como cuando nos indignamos con los funcionarios porque sus condiciones laborales nos parecen mejores… y jugamos según sus normas… y acabamos pidiendo que se terminen con sus privilegios cuando lo que tenemos que pedir es dignidad en el trabajo para todo el resto.

¿Cobran demasiado nuestros políticos? Tal vez sí. Algunos, sin duda, por la responsabilidad que tienen, su nula preparación, su margen de decisión y, sobre todo, por las pocas ganas que le ponen. Escandaliza, asquea. Otros, tal vez no, tal vez cobren poco.

A pesar de ello, no nos engañemos, lo que hay que pedirles es que trabajen, que den el máximo, que sean profesionales, que se esfuercen, que sean eficaces. Que recuerden que nuestras vidas y las de los nuestros están en sus manos.

Que sólo lleguen a las listas los válidos, los preparados, los que tienen ganas de cambiar y mejorar nuestras vidas (y las suyas también). El día que no haya un solo inepto/a sentado en un escaño, lo pagaremos con ganas porque nuestras vidas serán mejores. Y las reglas del juego serán dignas para todos.


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Los «pecados» de una democracia dormida


Nos hemos montado una sociedad que indemniza a alguien por dejar su cargo, de forma forzada, después de que se demuestre que utilizó dinero público para fines particulares. Sorprende… ¿o ya no? La justicia es cada vez más un concepto de libro.

Tenemos una familia Real salpicada por los cuatro costados por presuntas corrupciones, presupuestos suntuosos en época de vacas flaquísimas, y cacerías de elefantes poco honrosas. Hace gracia… ¿o da pena?

Gozamos de una clase política acomodada, apalancada en la silla, poco exigente consigo misma, altanera… poco eficaz, endogámica y atiborrada de chulería. Una estirpe complacida con el hecho de que, hasta ahora, nosotros también hemos sido poco respondones… demócratas de marca blanca, con poco estímulo y pocas ganas de ejercer. Algunos políticos, digo algunos, no todos, nos han salido comodones, maleducados, mentirosos, desmemoriados… pésimos gestores… pero callamos. Sí, de vez en cuando, de forma legítima, nos manifestamos y les llamanos chorizos a todos, sin distinguir, y con ello cubrimos mucho nuestro derecho a pataleta… pero… ¿de verdad creemos que eso cambia algo? Sí, genera opinión y nos da fuerza, quizá… pero luego llegan las elecciones y nos quedamos en casa. El único día en el que se les obliga a escucharnos y tenemos una pequeña parcela de poder… dejamos las urnas a medias…ridículo, ¿no? Como no asistir a una culminación democrática… como fallar el día del examen final… y pasa lo que pasa, nos ignoran.

Tenemos multitud de entidades, institutos, fundaciones, organismos subvencionados que nos saquean las arterias de dinero público. Entes duplicados hasta la saciedad que se demuestran estériles, yermos, inútiles… capitaneados por viejas glorias…

Contamos con cementerios de ladrillo de faraónica desmesura, muertos de asco… donde se entierra nuestro dinero… ese que ahora nos hace falta para alimentarnos, pagar nuestros impuestos de país rico y levantar la cabeza al caminar por la calle.

Da asco… ¿o ya no?

Y nos encogemos como sardinas enlatadas cuando notamos como si fuera una punzada el dedo que nos señala desde Europa, que nos pide más sacrificio y carnaza. Nos pide exprimir más, rebañar hasta llegar al hueso, dejar la piel … para asegurar la continuidad de esa casta que todo lo inunda.

Duele… eso duele ¿verdad? Pero… cuando esto termine… tampoco pasará nada.

Nos hace falta una cura de ética y de Democracia, un par de gritos, un buen meneo y una bronca de órdago para volver a nuestro sitio. Para que no se nos olvide exigir y no parar, involucrarnos y dejar de criticar sin conocer… y ejercer de demócratas… recuperar el trabajo colectivo que supone mantener en pie eso denostado que se llama Democracia y que está dormida.

Si no aprovechamos esta crisis para hacer limpieza y borrar la desidia, la ineficacia, la estupidez, la corrupción… es que tal vez las merecemos.

Si no la usamos para dar el vuelco y buscar la honradez, la eficacia, la superación… es que tal vez… no los deseamos con la intensidad suficiente.

Al menos, que tragar tanta ignominia sirva para algo. Que esta historia dolorosa tenga moraleja.


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La solución a la cultura de lo efímero : obsolescencia política programada


Leía hace unos días en La Contra de La Vanguardia, espacio que me reserva siempre grandes momentos de lectura, que los electrodomésticos y aparatos electrónicos está programados para morir.

Las lavadoras, las bombillas, las neveras… alguien hace un tiempo me dijo que incluso lo estaban los zapatos que llevamos, que empezaban a degradarse a los dos años. Esa es la forma de obligarnos a renovar, a comprar, a consumir… un círculo vicioso de gasto en el que todo debe caducar para asegurar el futuro de las marcas. Cierto que se le añaden otras consideraciones como los materiales biodegradables y ecológicos, en parte necesarios pero que también sirven para justificar la cultura de lo efímero, lo caduco.

Decía el entrevistado, Benito Muros, que le debemos la cultura de lo efímero a la Revolución Industrial. Todo lo que caduca y rápido está de moda. Desde hace años que se valora lo “fresco”; la juventud, la premura, lo que se consume de pie y sin paladeo. Todo lo que provoca estrés y va en contra de detenerse a pensar y valorar cómo nos afecta emocionalmente. Tenemos que generar necesidades de consumo para estar ocupados y vivir de prisa, con mecha corta y gran explosión. Ya no se valora lo duradero, lo reflexivo, lo maduro.

En esta sociedad más angustiada por llegar a la meta que por vivir la carrera, vivimos un recambio constante de ídolos, de metas, de búsquedas… de temas de debate… porque lo queremos todo y queremos ya a toda costa. Sólo hay que mirar los titulares de la prensa para darse cuenta. Un día vamos a muerte con un tema y, dos respiros después, apenas le reservamos un pequeño espacio de negro sobre blanco.

Y ante eso, la crisis nos ha dado una patada en la cara. Nos ha dicho que no mandanos en nada, que la meta está tan lejana que si no miramos por dónde pisamos caeremos en una zanja. Nos ha dejado claro que los jóvenes son igual de vulnerables que los viejos, que los ricos pueden ser pobres mañana… que los esquemas cambian… A nivel laboral, la crisis nos dice ahora que la producción no son mil personas en una fábrica sino treinta ante un ordenador en su casa. Que no se valora la cantidad si no la calidad. Que habrá que aferrarse a valores eternos y rebuscar en el baúl de las virtudes olvidadas porque la cultura de lo efímero nos lleva a la inexistencia. Recuperar las formas… 

Que si vivimos como si fuéramos un número y consideramos así a los demás, un día, nosotros también lo seremos.

Lo único que no es efímero ahora es la clase política. Está casta endogámica transversal entre todos los colores e ideologías se perpetua siempre. Si le sigues la pista a cualquiera que haya gobernado nuestras vidas ni que sea en una pequeña parcela de poder, le hallarás sentado en otra silla mullida o sentando cátedra desde otra tarima. Ellos, todos, inventaron la cultura de lo efímero, la obsolescencia programada para mantenernos ocupados, abúlicos, cansados, consumiendo cartuchos de vida uno tras otro… comprando sin cesar para mitigar vacíos.

Tal vez porque la casta política, en general, sí debería poder programarse para desaparecer. Para pasar ocho años en el poder y, un día venturoso, levantarse, mirarse al espejo y darse cuenta de que vuelven a ser personas comunes. De esas que saludan sin buscar votos, opinan con matices sin obedecer a doctrinas y admiten errores.

¡Qué bien nos iría si la obsolescencia programada fuera para ellos y no para nosotros y todo lo que nos rodea! Una excelente forma de acabar con lo corrupto.