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Cuando la intención se queda corta
Ser la noche que te espera tras la puerta de una tarde casi rota, despedazada por un momento turbio, una mirada esquiva, una respuesta lacerante.
Ser la sal y la cuerda que te ate al presente. Sin más amarre que tus ganas. Sin más imposición que la de tus pupilas saltando en mis pecas diminutas. Sin más empuje que el deseo…
Y nunca soltarte.
Buscar el verso y el rincón. Repetir el rezo hasta que parezca una canción monótona, un mantra necesario, una risa apagada. Pedir por ti, porque sepas llegar hasta mi noche sin perderte, sin asustarte al ver que mi cabeza torpe da vueltas a todo y busca sentido donde sólo hay laguna y encuentra arena donde había agua. Para que dejes de temer meterte en mi mundo de porqués y te sumerjas en mi silueta retorcida.
Ser la percha donde colgar tus miedos y desvelos. La escalera por la que subas a mi cielo templado, mi mar salado, mi alma agitada y las cortinas de mis ojos cansados que piden sol pero que lloran al encontrarlo.
Y nunca dejar de soñarte.
Ser el fuego con que quemar lentamente tus pensamientos agrios, las sacudidas de conciencia que te pega este camino que nunca será recto. Ser el zarandeo que te recuerda que estás vivo, el golpe que te hace darte cuenta de que el dolor te sobra siempre… El vaivén que mece tu sueño.
Ser la rotonda en la que gires siempre buscando la señal y el beso que te llegue antes de que abras la boca sin saber qué palabra pronunciar.
Y nunca, nunca dejar de buscarte.
Enloquecer sabiendo que la sábana no llega a cubrirnos la cabeza para poder mirarnos a los ojos y contar secretos, desnudar mentiras y encontrar adjetivos nuevos para describir nuestras caras… Después de cada baile, después de cada salto, de sortear cada piedra del camino y recibir cada bofetada.
Ser la esquina de la cama que habitas, el pomo de puerta traviesa que muestra tu hombro desnudo, el espejo donde retener tu cara mojada y tu mirada tosca.
Ser la calle que se achica a tu paso lento y el aire espeso que cruza tu rostro recién lavado. Ser todas las luces y las sirenas que brillan y suenan. Todas las gotas de lluvia que caben en una tormenta que llega a ti sin avisar, las ráfagas de viento que arrastran esta noche que hemos dibujado lenta pero que pasa a ritmo de suspiro.
Nunca dejar de tocarte.
Andar por tu conciencia y quedarme en tu memoria. Esculpir mi sombra en tu recuerdo. Y que me busques hasta más no poder pensando que debiste sondearme más y revolverme menos. Que persigas mi sombra después de despreciarla y te des cuenta de que estoy tan metida en tu esencia que es imposible borrarme sin vaciar una parte de la tuya.
Ser el cielo que te mira sin parar y te ve pequeño, humano, que te podría tomar entre sus manos y mecerte, acariciarte…
Nunca perderte…
Ser el canto rodado de tu lecho de guijarros. La espina necesaria que te recuerde que muerdes y arañas… Ser la risa y la monotonía de un silencio que buscas y esquivas. Tenerte cerca, tocarte, masticar tu esencia… Enloquecer por notar tu presencia y asimilar tus latidos porque con la intención ya no basta y el sueño se queda corto.
Nunca dejar de bucearte… ¡Nunca!
El derecho a discrepar
Cada día es más difícil decir no. Llevar la contraria y saber asumir las consecuencias, en este momento en el que se compran las voluntades tan baratas y se venden a precio de saldo algunas dignidades, es lanzarse a la nada. Hay que adaptarse, sumergirse y bucear entre los tiburones y saber esconderse de vez en cuando para tomar fuerzas y mantener las ideas intactas. Evolucionar y madurar sí, pero mantener firmes los credos. Estamos sujetos al devenir de los acontecimientos, nos supera todo. El pedazo de tierra que nos colinda muta y gira de vértigo; marea, asusta y detiene. Nos deja paralizados y hechos un hatillo. Invita a decir sí y bajar la cabeza cuando en realidad no queremos asentir. Invita a callar y dejarse llevar porque todo es más complicado cuando se decide llevar la contraria. Invita a diluirse. Adaptarse no significa perder la esencia ni renunciar a ser uno mismo. No es resignarse y desvanecerse. Vivimos en una sociedad dónde sólo se permite discrepar a los genios. A las grandes voces y vanagloriadas plumas… que al paso, se vuelven esclavas de esa discrepancia. Se transforman en siervas de su singularidad, obligadas a discrepar para marcar diferencia, para vender algo impactante y nuevo cada día. Y el resto, debemos atenuar la mirada porque pensar distinto nos marca.
Y a menudo, cuando encontramos a alguien con quien discrepar, y sin embargo mantener el diálogo y la buena sintonía, nos sorprendemos. Siempre he pensado que quien no tolera la discrepancia a su alrededor es porque no tiene las ideas claras o no confía en ellas o ha tomado prestados esos principios… Sin embargo, muchas de esas personas hablan y se explican como si sus palabras sentaran cátedra, fueran ley o sentencias inquebrantables. Como si más allá de sus ideas, se acabara el mundo y sólo quedara una tierra de nadie que no se puede explorar… Y es precisamente lo que en muchas ocasiones deberíamos hacer, explorarla. Pasearse en ella y decidir por nosotros mismos. Pensar distinto, arriesgarse a alzar un poco la voz y decir no o tal vez sí pero no tragarse nada. No esconderse. Que no decidan otros lo que para nosotros es bueno o malo, lo que es “normal” o anómalo, lo que tenemos que creer o decidir… lo que nos merecemos o las culpas que debemos cargar. Creo que debemos escuchar siempre y acatar solo de vez en cuando, si lo que nos proponen no nos corrompe la mirada. Se hace cuesta arriba, cierto. Para discrepar y decir no, en esta sociedad enquistada en la crisis, hace falta estar blindado de miedos y ser inmune a la estupidez, hacer cuentas y saber si llegaremos hasta las últimas.
Decir no es durísimo. Asusta. Asusta mucho. A veces, se hace imposible, porque todos tenemos servidumbres… pero conviene intentarlo, dar pequeños pasos… decir pequeños noes si la cantinela no nos convence… dejar pequeñas semillas, subir montañas diminutas. Discrepar es de sabios. Igual que preguntar, rectificar, equivocarse y empezar de nuevo con ganas casi intactas. La discrepancia es a menudo el motor de pequeños y grandes cambios. Los que se han atrevido a discrepar a lo largo de la historia han sido capaces de cambiar su rumbo. Han zarandeado conciencias y derribado muros. Nos conviene recordar que discrepar es un derecho, no un privilegio. Imprescindible no confundirlos.